Durante el proceso de divorcio
con Eduardo, mi ex marido, aún viviendo en casa, conocí mucha gente
por medio del chat, a Silvia, mi “pequeña saltamontes” con quien
aún compartimos aventuras de nuestras vidas y por quien siento un
inmenso cariño, a pesar de nunca habernos visto en persona y a Papá
Noël, a quien siempre le estaré profundamente agradecida por el
inmenso regalo de su apoyo emocional en aquel, mi camino mental
hacia la liberación real de lo que era mi opresión marital.
En
aquel entoncs, con Eduardo, establecimos una tregua de
mutuo acuerdo por el bien de nuestras hijas a quienes veíamos un
poco descentradas en el colegio y por nuestra propia salud mental
(por mi parte no sólo bajé alrededor de diez kilos, pues me sentaba
a la mesa y se me cerraba el estómago, sino que llegué a sentir que
me estaba volviendo loca. Más adelante os contaré el por qué).
Desde
nuestros primeros años como pareja, en América, Eduardo tuvo
problemas con el dinero. No sólo que lo malgastaba de un modo que
era incapaz de explicar, sino que invirtió en propiedades e hizo
compras importantes que quedó debiendo. Ya en el pueblo donde
comenzamos a vivir, en España, sus compañeros de trabajo intentaban
persuadirme de que algo no iba bien con él, que liaba las cosas, que
manejaba incorrectamente el dinero que no le pertenecía, que
desaparecía mercadería y no se sabía hacia dónde iba a parar.
Siempre
faltaba dinero de las cajas de los sitios por donde él iba pasando.
Eduardo me comentaba situaciones que se sucedían en las empresas por
las que iba pasando, situaciones de errores que se cometían con
dinero, pero nunca él tenía algo que ver y él mismo sospechaba de
sus compañeros. Esto se repetía en uno y otro trabajo y si sus
problemas no eran de dinero, lo eran por falta de comprensión de
sus jefes, que en un principio, al comenzar a trabajar, le parecían
geniales, pero después, con el transcurso de los meses, para su
asombro, cambiaban de actitud y acababa “despidiéndose a sí
mismo” para buscar otros rumbos.
Al
principio le creía cuanto me decía acerca de la falta de dinero en
las cuentas bancarias, o de la nómina que llegaba por la mitad. Me
contestaba que se lo habían robado, que lo había dejado sobre el
mueble del comedor y que al regresar ya no estaba, o me miraba con su
mirada penetrante y vacía, sin saber qué alegar. Con el correr del
tiempo comencé a sospechar pues la cantidad de veces que le sucedía
lo mismo, era injustificable. Una mañana, un familiar lo encontró
totalmente absorto con una máquina tragaperras, cambiando y
cambiando el dinero que llevaba en un sobre, su nómina. Pero ésto
no fue sólo un día. Se escapaba del trabajo para hacerlo, me mentía
con respecto al sitio donde iba. Por supuesto, esto fue la gota que
rebalsó el vaso y todo me comenzó a cuadrar. Y aquel muchacho
tierno, simpático, de conversación fluída que me enamoró a los
veintiséis se convirtió en mi mente en una masa informe , sin
valores en común conmigo, una masa informe de un metro con ochenta
y tres centímetros y ochenta y dos kilos de peso, que se evadía de
su vida, de sus responsabilidades, dejándonos solas, a las niñas y
a mi.
Le
tuve paciencia, respeté sus tiempos, lo apoyé, psicoanalicé, mimé,
consentí, y fui su mujer con todas las letras, todo el tiempo que
pude, durante diesiciete años, y así me dejé llevar por la montaña
rusa que era nuestra vida. Hubo tiempos de calma, de buen pasar
económico, como cuando nos dimos la tregua para hacer cada uno su
vida, permitiéndonos uno a otro encauzar nuestras vidas con otra
persona, porque ya no había nada entre nosotros, idea que, delante
de nuestras hijas intentábamos disimulábamos como si todo estuviese
en orden, yéndonos a dormir en la misma cama, pero evitando tocar
nuestros cuerpos. Hubo tiempos de mentira en que la vida parecía
fluir normal. Este tiempo de paz coincidió con mi período de
control monetario. Llevaba minuciosamente el control total de
entradas, gastos, de todo. Pero esto no tardó en volver a ser polvo
en el aire. Soy muy despistada, muy olvidadiza y los nervios internos
ante lo que era mi vida, hacían que mi memoria quedara por debajo de
la de un pez. Eduardo siguió en sus trece y se las arregló para
volver a hacer faltar el dinero y echarme las culpa de ello, y en
ocasiones no podía hacerle frente por mis olvidos, mis despistes.
Esto me sumió en una total inseguridad en mi misma de la que él
comenzó a aprovecharse, hasta llegar a desautorizar cualquier toma
de desición económica o con respecto a las niñas. Llegué a
sentirme perdida, como desvariando. Mi estado era delicado, creía
estar perdiendo la razón, perdía el hambre, los kilos, mis hijas...
Acabé necesitando la palabra de un profesional y fui a mi doctora,
quien me notó súmamente nerviosa, muy triste. Y, conocedora de que
acudo a ella cuando estoy tocando fondo, después de contarle lo que
me estaba sucediendo, con su apariencia campechana, sus gafas de
carey, su vozarrón de antigua fumadora, me dijo: -Tienes dos
caminos, o dejas a este hombre o acabarás con tu razón-. “Acabarás
contigo y la vida de tus hijas”, agregué mentalmente. Mientras
tanto me recetó antidepresivos que por supuesto no compré; siempre
he sentido que mi cuerpo era lo más importante que tenía en mi vida
y cualquier tipo de agresión externa debía ser excluída de él y
los antidepresivos, sabía hacia dónde me conducirían.
Tuve
suerte en aquella época. Mis compañeras de trabajo, que me veían
llegar con ojeras de haber estado llorando a moco tendido por la
noche, mis amigas, y la gente que conocí por Internet me dieron su
apoyo, su calor humano, sus abrazos, sus palabras de ánimo y ésto
junto con cierta fuerza interior innegable, hicieron que me
mantuviera a flote en aquel naufragio que era toda mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario