miércoles, 3 de julio de 2013

I- OCASO ( 4 )

Durante el proceso de divorcio con Eduardo, mi ex marido, aún viviendo en casa, conocí mucha gente por medio del chat, a Silvia, mi “pequeña saltamontes” con quien aún compartimos aventuras de nuestras vidas y por quien siento un inmenso cariño, a pesar de nunca habernos visto en persona y a Papá Noël, a quien siempre le estaré profundamente agradecida por el inmenso regalo de su apoyo emocional en aquel, mi camino mental hacia la liberación real de lo que era mi opresión marital.
En aquel entoncs, con Eduardo, establecimos una tregua de mutuo acuerdo por el bien de nuestras hijas a quienes veíamos un poco descentradas en el colegio y por nuestra propia salud mental (por mi parte no sólo bajé alrededor de diez kilos, pues me sentaba a la mesa y se me cerraba el estómago, sino que llegué a sentir que me estaba volviendo loca. Más adelante os contaré el por qué).
Desde nuestros primeros años como pareja, en América, Eduardo tuvo problemas con el dinero. No sólo que lo malgastaba de un modo que era incapaz de explicar, sino que invirtió en propiedades e hizo compras importantes que quedó debiendo. Ya en el pueblo donde comenzamos a vivir, en España, sus compañeros de trabajo intentaban persuadirme de que algo no iba bien con él, que liaba las cosas, que manejaba incorrectamente el dinero que no le pertenecía, que desaparecía mercadería y no se sabía hacia dónde iba a parar.
Siempre faltaba dinero de las cajas de los sitios por donde él iba pasando. Eduardo me comentaba situaciones que se sucedían en las empresas por las que iba pasando, situaciones de errores que se cometían con dinero, pero nunca él tenía algo que ver y él mismo sospechaba de sus compañeros. Esto se repetía en uno y otro trabajo y si sus problemas no eran de dinero, lo eran por falta de comprensión de sus jefes, que en un principio, al comenzar a trabajar, le parecían geniales, pero después, con el transcurso de los meses, para su asombro, cambiaban de actitud y acababa “despidiéndose a sí mismo” para buscar otros rumbos.
Al principio le creía cuanto me decía acerca de la falta de dinero en las cuentas bancarias, o de la nómina que llegaba por la mitad. Me contestaba que se lo habían robado, que lo había dejado sobre el mueble del comedor y que al regresar ya no estaba, o me miraba con su mirada penetrante y vacía, sin saber qué alegar. Con el correr del tiempo comencé a sospechar pues la cantidad de veces que le sucedía lo mismo, era injustificable. Una mañana, un familiar lo encontró totalmente absorto con una máquina tragaperras, cambiando y cambiando el dinero que llevaba en un sobre, su nómina. Pero ésto no fue sólo un día. Se escapaba del trabajo para hacerlo, me mentía con respecto al sitio donde iba. Por supuesto, esto fue la gota que rebalsó el vaso y todo me comenzó a cuadrar. Y aquel muchacho tierno, simpático, de conversación fluída que me enamoró a los veintiséis se convirtió en mi mente en una masa informe , sin valores en común conmigo, una masa informe de un metro con ochenta y tres centímetros y ochenta y dos kilos de peso, que se evadía de su vida, de sus responsabilidades, dejándonos solas, a las niñas y a mi.
Le tuve paciencia, respeté sus tiempos, lo apoyé, psicoanalicé, mimé, consentí, y fui su mujer con todas las letras, todo el tiempo que pude, durante diesiciete años, y así me dejé llevar por la montaña rusa que era nuestra vida. Hubo tiempos de calma, de buen pasar económico, como cuando nos dimos la tregua para hacer cada uno su vida, permitiéndonos uno a otro encauzar nuestras vidas con otra persona, porque ya no había nada entre nosotros, idea que, delante de nuestras hijas intentábamos disimulábamos como si todo estuviese en orden, yéndonos a dormir en la misma cama, pero evitando tocar nuestros cuerpos. Hubo tiempos de mentira en que la vida parecía fluir normal. Este tiempo de paz coincidió con mi período de control monetario. Llevaba minuciosamente el control total de entradas, gastos, de todo. Pero esto no tardó en volver a ser polvo en el aire. Soy muy despistada, muy olvidadiza y los nervios internos ante lo que era mi vida, hacían que mi memoria quedara por debajo de la de un pez. Eduardo siguió en sus trece y se las arregló para volver a hacer faltar el dinero y echarme las culpa de ello, y en ocasiones no podía hacerle frente por mis olvidos, mis despistes. Esto me sumió en una total inseguridad en mi misma de la que él comenzó a aprovecharse, hasta llegar a desautorizar cualquier toma de desición económica o con respecto a las niñas. Llegué a sentirme perdida, como desvariando. Mi estado era delicado, creía estar perdiendo la razón, perdía el hambre, los kilos, mis hijas... Acabé necesitando la palabra de un profesional y fui a mi doctora, quien me notó súmamente nerviosa, muy triste. Y, conocedora de que acudo a ella cuando estoy tocando fondo, después de contarle lo que me estaba sucediendo, con su apariencia campechana, sus gafas de carey, su vozarrón de antigua fumadora, me dijo: -Tienes dos caminos, o dejas a este hombre o acabarás con tu razón-. “Acabarás contigo y la vida de tus hijas”, agregué mentalmente. Mientras tanto me recetó antidepresivos que por supuesto no compré; siempre he sentido que mi cuerpo era lo más importante que tenía en mi vida y cualquier tipo de agresión externa debía ser excluída de él y los antidepresivos, sabía hacia dónde me conducirían.

Tuve suerte en aquella época. Mis compañeras de trabajo, que me veían llegar con ojeras de haber estado llorando a moco tendido por la noche, mis amigas, y la gente que conocí por Internet me dieron su apoyo, su calor humano, sus abrazos, sus palabras de ánimo y ésto junto con cierta fuerza interior innegable, hicieron que me mantuviera a flote en aquel naufragio que era toda mi vida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario